martes, 15 de noviembre de 2011

Te doy mi presente por tu futuro

Una noche sin luna, Miguel, viejo anticuario de San Telmo, me llamó para que asistiera urgente al local. Con curiosidad asistí a su llamado. Al llegar me habló de sus amigos científicos que aparentemente pertenecían a una sociedad secreta. Le pidieron que guardara en su depósito una máquina del tiempo. Incrédula sonreí y Miguel me llevó al depósito. Al entrar me encontré con una esfera de aproximadamente un metro ochenta de altura y blanca. Se abría en dos partes, y adentro tenía un sillón de cuero negro, las paredes interiores estaban cubiertas de cables y chips. Miguel me preguntó si quería viajar y yo accedí.
Entré y Miguel cerró la puerta. Encontré una pantalla con números para marcar la fecha a la cual quisiera dirigirme. Como siempre me gustaron las vanguardias, y especialmente los surrealistas, elegí el período de entreguerras, pero estaba nerviosa y el pulso me falló y anoté 1935. Presioné el botón y sentí un temblor que duró unos tres minutos. Cuando la esfera se aquietó, abrí la puerta. Estaba en un jardín, era también de noche, caminé unos pasos y me crucé con una joven pareja que hablaba en francés, supuse que estaba en París. Comencé a caminar y pregunté por el bar “Le chat noir”, y me indicaron el camino. Fascinada me dirigí al encuentro con Breton, Buñuel, Artaud y el resto de los surrealistas. Al abrir la puerta del bar, creció mi fascinación. Las mujeres estaban peinadas a la garzón, llevaban los vestidos largos y escotados, y fumaban con boquillas. Pregunté si habían visto a algunos de los surrealistas, y me dijeron que no.
En ese momento vi en un rincón, en una mesa solitaria, a un hombre lánguido, buen mozo y morocho, tomando un trago. Era Lorca. Mi corazón comenzó a latir fuerte. Me acerqué a él y le dije cuánto lo admiraba. Le pregunté si podía sentarme con él, él asintió. Le conté como su poesía había cambiado mi vida. –Es gracias a usted que yo escribo- le dije. Él sonrió y me agradeció el cumplido. Pero noté que parecía abatido. Luego de charlar un rato, me animé y le pregunté si podía ayudarlo. Me contó que deseaba volver a España pero la policía lo tenía en la mira. “Lorca es un poeta único” pensé, y tenerlo en frente mío me daba pena y ternura. Se veía tan frágil. Yo no quería que muriera. Le conté de la máquina del tiempo y por supuesto me miró como si estuviera loca. Finalmente, aunque con escepticismo, lo convencí de que me acompañara.
Al llegar le propuse que viajara. Sabía que si él se iba la máquina podría desaparecer y yo quedaría en el pasado. No me importó. Lo vi entrar a la esfera, vi como la misma temblaba para luego desaparecer. Satisfecha volví a “Le chat noir.”

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