martes, 15 de noviembre de 2011

Entre verdes y amarillos, entre blancos y negros


  Tarde de ajedrez, tablero roto, piezas roídas por el paso del tiempo.
Caballos, reinas, alfiles, torres, reyes y peones, todos en sincronía, danzando en el arte indiscutido del pensar sigilosamente cada movimiento.
  Cuadrícula blanco y negro que atrapa, hipnotiza y por momentos detiene el tiempo.

  Sur de Santa Fe, pueblo con infulas de ciudad…café con leche, medialunas de grasa en el bar del viejo hotel, frente a la plaza.
Desde allí veo cruzar al párroco, con su sotana larga y marrón, con paso firme y enérgico, como transportado por el viento que pega fuerte en este julio invernal.
Irrumpe en el bar, saluda calidamente y se dirige al teléfono público con cabina al final del salón, al pasar observa la jugada, como quien mira una escena ya conocida, respetuoso de la abstracción de los que se perpetuan en el campo de batalla ideando la estrategia para el triunfo.

  Bombachas de campo y alpargatas para Joselo, jeans y deportivas para Cacho, frente a ellos, el tablero, las piezas y el reloj, todos cómplices de las dos horas al menos de comenzada la partida…ritual de sábado, punto de encuentro.
Son tío y sobrino son los Peñalba, nacidos en ese pedazo de cielo en la tierra que es el campo, bendecidos por la riqueza de ese suelo que los cobija desde siempre.
Cacho, el mayor, piel ajada, manos duras, delgadez extrema, “gente de laburo” en su propia autodefinición; el campo es su vida, su lugar, los animales, su desvelo.

  Recuerdo con mis ojos de niña verlo en las parideras, de madrugada, ayudando al nacimiento de los lechoncitos que estaban por llegar. Instalaciones limpias, bien cuidadas, mucho calor proveniente de luces fuertes, y las palabras de Cacho diciendo:
“un parto bien atendido asegura el comienzo de una buena vida”.
No me daban los pies por la mañana para llegar corriendo a observar el milagro, y ver a la cría pequeñita mamando incansablemente de esa chancha gigante, cansada, exhausta.
Lejos de los prejuicios aprendí desde niña que los cerdos son simpáticos e inteligentes, les gusta pasarse el día , comiendo, jugando y tomando sol. Que los asustan los sonidos agudos y que son temerosos frente a los movimientos bruscos.
  Recuerdo a Cacho con botas blancas altas de goma, pisando fuerte, observando cada movimiento, diciéndome que en la primer semana de vida debían estar provistos de mucho calor, que no podíamos descuidar ese detalle.
  Me tomaba de la mano y cruzábamos juntos el campo que unía las parideras con la casa, y allí el paraíso, la mesa con grandes rodajas de pan con manteca y tazones de leche, la cocina económica, siempre encendida, y donde Mary me permitía, con mucho cuidado, alimentarla de marlos.

  Mary, hermana y madre, coordinadora femenina, responsable de todo aquello que la rudeza de los horarios, clima y trabajos no permitían. Comunicadora, facilitadora del diálogo, Mary era la casa, era el calor, era volver del campo sabiendo que estaría el plato caliente, el gusto consentido, la mirada cómplice.

  En el desayuno lo encontraba a Joselo, bajito y taciturno, con boina y echarpe; su día comenzaba a las cuatro de la mañana, en el tractor, recorriendo, la parte del campo amarilla sembrada de girasol. La humedad, el viento, el sol… sus preocupaciones, el abono los fertilizantes, el riego, las plagas…su obsesión. Lo escuchaba hablar de lo aficionada que es esa planta a la luz, del alargamiento de los tallos y de la disminución del tamaño de las hojas.
Una vez finalizado su tazón de leche me invitaba a la fiesta que producía en mi corazón un paseo en el John Deere.

Aprendí que la gente de campo es de pocas palabras pero efectivas.

Me decía: “Nenita: el gorro, los guantes y la bufanda y nos vamos a pasear”
Invitación De honor, tal si fuera la calabaza convertida en carroza de Cenicienta, me subía con la ayuda de sus manos torpes y me quedaba paradita, tiesa, atrás de su asiento, observando desde la altura la majestuosidad del campo florecido hasta el infinito donde se fundía con el cielo y la cañada.

  Vuelvo al viejo hotel, ya no con mis ojos de niña, y los observo a los dos, mezcla de calidez y rudeza. Siguen allí, en su partida, el tiempo no los ha consumido, el campo de batalla, sigue siendo el testigo de su ritual.
Sus vidas se entrelazan entre verdes y amarillos en la semana, y entre blancos y negros los sábados en la ciudad.
  Estamos juntos los tres otra vez, como hace tantos años, respetando los silencios, los tiempos, la partida…
  La sotana marrón del párroco se mueve entre las sillas, sus manos alcanzan mi rostro y me besa.
Me pregunta:
-¿Cómo estás?
Mientras los miro abstraídos a Joselo y a Cacho, como negando la situación, como si la rutina les diera alivio, contesto:
-Triste, con ganas de abrazarlos.
-Va a ser duro para ellos, me dice.
-Claro que si, respondo y pienso en las formas del amor, en lo respetuoso que se puede ser cuando se ama, en las formas de dejar partir.

  Mary se enfermó hace un año atrás, sus hombres la cuidaron, la acompañaron en la lucha del día a día, en el dolor, en el silencio, todo lo que merecía por amar como amó.

En el tablero, un jaque mate, así como en la vida preciso y certero.
Me acerco, nos fundimos en un abrazo interminable los tres, siento la humedad de sus rostros que producen las lágrimas, siento que soy ellos una y mil veces ellos, entre verdes y amarillos, entre blancos y negros, ellos.

Silvina Rinaldi

1 comentario:

  1. Sil, hermosos tus cuentos, un placer leerlos, me sumergí en cada uno de ellos. Beso Grande!
    Gaby de Miramar

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